martes, 2 de abril de 2013

Nada. Ya no hay nada.

Mira, las 2 de la mañana y yo aquí, escribiendo. Para desahogarme, para contarle a alguien lo que me pasa desde que no estás, un alguien que puede que ni siquiera exista. Y tú ahí, durmiendo tan arropado y acurrucado como intuyo que lo estás, siempre lo haces así, porque nunca supiste deshacerte de la mente de ese niño pequeño que aún sigue sintiéndose frágil por las noches. Quizá (un quizá puede que muy cierto) descanses para soñar con otra persona. Estás tan cómodo ajeno a lo que a mí me duele… No te culpo. Siempre he sido de sufrir en silencio y tú y mi almohada lo sabéis mejor que nadie.

Estoy en ese día en el que me doy cuenta de que todo ha cambiado. He pasado de sentirme la persona más afortunada del mundo, de creer que lo tenía todo, o casi todo, a ver que estoy sola por completo, me falta algo que me mantenía en pie constantemente. Alguien que me mantenía siempre fuerte y que era capaz de sacarme sonrisas hasta cuando lo veía imposible.

Soy de las que piensa que siempre debemos andar con pies de plomo a la hora de tomar decisiones. Que todo aquello que digamos, hagamos, o incluso pensemos, nos afecta a nosotros mismos, por supuesto, pero también a los demás y a veces con mucha más fuerza. Tú has decidido marcharte, y esta vez para no volver. Es tú decisión, y soy yo quien la sufre.
Pero, ¿qué puedo hacer ya? He pasado, pisado y sobrevolado ese punto que ya desbordaba de intentos por continuar, he cruzado la línea que contenía las ganas de intentarlo. Y nada. Sólo he conseguido que vuelvas a marcharte.
En cuestión de horas te has ido tú y te has llevado, sin quererlo (o eso creo) ese punto y esa línea que resumían los últimos meses de mi vida. Todos basados en buscar en una sonrisa que jamás fue la mía.



Creí tenerlo todo todo el tiempo, que todo iba bien. Creí tener mi gente pero fue un espejismo que ver. Creí saber verdades hasta que aparecieron mentiras que taparon todo lo que todos me mostraban.

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